UNA MATANZA HORRIBLE
Un cuarto de hora, que pareció un siglo, permanecimos en la obscuridad esperando la orden de partir: los minutos transcurrían con extraordinaria lentitud, y nadie se atrevía a romper el silencio. Un solemne temor se reflejaba en todos los rostros, sabiendo que de allí a una hora podríamos estar en presencia del soberano Juez. Sólo Umslopogaas, apoyado en su hacha, tomaba rapé de vez en cuando con la más completa indiferencia. Sus nervios eran de acero, y no había suceso alguno que pudiera sacudirlos.
Se ocultó la luna, y hubiera quedado el mundo en completa obscuridad; a no pintarse en el horizonte una débil tinta grisácea, precursora del alba.
Mackenzie, con el reloj en la mano, procuraba consolar a su esposa, que, apoyada en su hombro, trataba de contener los sollozos.
-Faltan veinte minutos para las cuatro: dentro de media hora, habrá bastante luz para atacar. Capitán Good, mejor será que vayáis emprendiendo la marcha, pues debéis salir cinco minutos antes que nosotros.
Good limpió su monóculo y nos saludó con aire jocoso, que, a mi entender, debió costarle un gran esfuerzo. Después, cortés como siempre, se quitó la gorra y saludó a la señora de Mackenzie, saliendo luego para ocupar sus posiciones por atajos conocidos de los indígenas.
En aquel momento, llegó otro de los espías anunciando que todos los masais estaban dormidos, excepto los dos centinelas que paseaban delante de sus respectivas entradas. Los que estábamos aún en el jardín, emprendimos la marcha. Iba primero el guía, seguido de sir Enrique, Umslopogaas, el wakwafí y los dos indígenas de la misión de Mackenzie.
Detrás iba yo con Alfonso y cinco indígenas, armados todos con rifles, y a retaguardia Mackenzie con los seis indígenas restantes.
El kraal donde acampaban los masais estaba al pie de la colina en cuya cumbre se alzaba la misión, a unas ochocientas varas de los primeros edificios de ésta. Atravesamos las primeras quinientas varas con relativa facilidad y a buen paso; después procuramos deslizarnos con astucia, como espíritus, de matorral en matorral, de piedra en piedra, con el mismo silencio que el leopardo persigue a su presa. Habiendo recorrido así una parte del camino, me volví y vi al terrible Alfonso vacilante, con las piernas temblorosas y el rifle cargado apuntándome a la espalda, involuntariamente al parecer. Nos detuvimos; coloqué el arma de modo seguro, y partimos de nuevo hasta llegar a cien varas del kraal: entonces empezó a castañetear los dientes de un modo horrible.
-¡Si no callas, te mato! -le dije al oído en tono airado.
La idea de que nuestra vida fuera sacrificada por la cobardía de un cocinero, me sacaba de quicio: empecé a temer que nos denunciara, y sentí en el alma no haberlo dejado en casa.
-¡Pero, monsieur -dijo-, no puedo remediarlo: tengo mucho frío!
-Ponte esto en la boca -dije sacando un pedazo de trapo que usaba para limpiar el rifle, y que tenía en el bolsillo-. ¡Si te oigo otra vez, eres hombre muerto!
Alfonso, comprendiendo que era capaz de hacer lo que decía, me obedeció instantáneamente y siguió su camino en silencio.
Al fin llegamos a unas cincuenta varas del kraal. Un espacio descubierto sembrado de hierba, con algunas sensitivas y cardos de trecho en trecho, se extendía entre nosotros y el kaal. Empezaba el alba; las estrellas palidecían y un débil resplandor se reflejaba en la tierra. Podíamos ver perfectamente el campamento masai y el resplandor de las últimas llamas de sus hogueras, y ocultos tras las matas nos detuvimos para hacer observaciones. Habíamos contado con hallar al centinela adormilado, y lo encontramos bien despierto y paseando sin cesar: allí estaba a cinco pasos de la entrada, alto, varonil. Si no lo matábamos por sorpresa y en silencio, estábamos perdidos. De pronto Umslopogaas, que estaba cerca de mí, se volvió y me hizo una señal; después se tiró al suelo como una culebra, y aprovechando las ocasiones en que el centinela volvía la espalda, avanzaba en su camino, serpenteando en la hierba sin producir el más leve rumor.
El descuidado centinela empezó a silbar un aria. Umslopogaas, avanzando, llegó a un matorral de sensitivas, y allí se ocultó. El masai seguía su paseo, se detuvo para mirar al campamento masai, y el zulú, aprovechando el momento, consiguió llegar a unos cardos. No había hecho más que ocultarse, cuando el centinela volvió la cabeza, y creyendo notar algo extraño en el matorral, se dirigió a él: bostezó, se detuvo un instante, y tiró una piedrecita que, afortunadamente, tocó al zulú en la cabeza y no en la cota de acero, pues el menor chasquido lo hubiera delatado. Satisfecho, al parecer, de que nada extraordinario ocurría, el centinela cesó en sus pesquisas y se contento con apoyarse en su lanza, mirando distraído sus adornos.
Así permaneció tres minutos lo menos, absorto, al parecer, en un grato ensueño. Nosotros, entretanto, presa de terrible ansiedad, esperábamos a cada instante ser descubiertos por algún incidente inesperado. El sudor brotaba de mi frente, y puedo decir que tenía tanto miedo como el francés, que a mi lado seguía castañeteado los dientes, a pesar del trapo.
Al fin terminó tan angustiosa situación. El centinela miró al horizonte manifestando satisfacción al comprender que su deber iba a concluir pronto: se froto las manos, y emprendió de nuevo el paseo con más viveza, a fin de entrar en calor.
Apenas volvió la espalda, la serpiente se deslizó y llegó a otro cardo que estaba a dos pasos del sitio por donde debía volver aquél. En efecto: volvió a poco, descuidado por completo, sin pensar que alguien lo seguía.
Apenas pasó de la mata, su enemigo se enderezó, estiró el brazo, y dando un salto en el momento preciso en que aquél iba a volverse, lo cogió del cuello. Al reflejo del alba vimos dos cuerpos negros luchando en silencio: al fin cayó el masai agitando los miembros en un espasmo.
Empleando toda su fuerza, Umslopogaas acababa de ahogarlo. Se arrodilló un instaste sobre su víctima para asegurarse de que no debíamos temer nada de el, y después se levanto y nos hizo señas para que nos acercáramos Al llegar al kraal, vimos que los masais habían defendido la entrada con arbustos y maleza, lo cual, después de todo, era un beneficio para nosotros, pues cuanta mas dificultad tuviesen para salir, más diseminados saldrían. Allí nos separamos. Mackenzie y su partida avanzaron a favor de la sombra que proyectaba el muro, yendo hacía la derecha, mientras sir Enrique y el zulú con la suya ocuparon sus posiciones. Mi hombres y yo seguimos hacia el lado derecho del kraal, que tendría unos cincuenta pasos de longitud
Apenas hubimos andado la mitad del camino, nos detuvimos y situé a mi gente, apostándolos de cuatro en cuatro pasos de distancia unos de otros, y colocando a Alfonso a mi lado. Entonces miré por primera vez sobre el muro, y lo que se ofreció a mi vista en primer término fué el burro blanco, y a su lado, el pálido rostro de la niña, sentada romo nos había dicho el espía. En torno suyo dormían varios guerreros, y rodeando las semiextinguidas hogueras, grupos de masais, hartos de comida, dormían descuidadamente.
De vez en cuando alguno se estiraba, bostezaba y miraba al horizonte, que iba tiñéndose de púrpura; pero no se levantaba.. Creí prudente esperar cinco minutos más para que, habiendo más luz, pudiésemos disparar mejor, y para dar lugar a que Good y los suyos, de los cuales nada sabíamos, estuviesen listos.
La luz del alba tendió su manto sobre la tierra; el majestuoso Kenia, envuelto en el halo de sus eternas nieves, se iluminó con un rayo de sol que, resbalando sobre sus crestas, las tiñó de púrpura. El cielo fué cambiando sus grises tintas por tonos azules, las aves empezaron a saludar al día entonando sus alegres trinos, y la brisa, susurrando en la maleza, sacudió sus alas, soltando millones de millones de gotas de rocío y refrescando al mundo que despertaba. ¡Por todas partes paz, felicidad y renovada fortaleza; por todas partes, excepto en el corazón del hombre!
De pronto, cuando, esperando la señal, me había fijado ya en el soldado sobre quien primero iba a disparar (un hombre grandote tendido en el suelo a los pies de Flossie), los dientes de Alfonso castañetearon de nuevo haciendo un ruido terrible en medio da aquel silencio. Había dejado caer el trapo sin darse cuenta de ello.
Despertó el masai inmediato a nosotros, e incorporándose al momento, procuró saber de dónde procedía aquel ruido. Fuera de mi, acerqué la culata de mi rifle al estómago del francés, y así lo obligué a callar; pero al inclinarse se le disparó el rifle, y la bala pasó rozándome el cabello.
No se necesitó, otra señal, De ambos lados del kraal salió una ondulante línea de fuego, en la cual tomé parte yo también, apuntando al masai escogido en el preciso momento en que se incorporaba. Un alarido espantoso sonó en un extremo del kraal, y la voz de Good, dominándolo, me produjo indescriptible alegría. Sucedióse una escena que nunca había presenciado antes, y como no espero volver a presenciarla de nuevo.
Los salvajes reunidos en el kraal se levantaron de un salto, dando un grito de horror y rabia: muchos de ellos cayeron ante nuestras bien dirigidas cargas de plomo, antes de dar un paso. Durante un momento permanecieron indecisos; pero al oír los gritos y maldiciones que partían incesantemente de un extremo del kraal, y desconcertados por la nube de balas que caía sobre ellos, se lanzaron a una hacia la entrada cubierta de maleza. Nosotros continuamos haciendo fuego con toda la furia que nos permitía la tarea de cargar nuestros rifles. Había terminado los diez tiros de mi repetición e iba a cargarlo de nuevo, cuando me acordé de Flossie.
Miré en la dirección donde suponía que debía hallarse, y vi al asno blanco moribundo y coceando. El indefenso animal habla sido herido por una de nuestras balas o por la lanza de algún masai. No había cerca ningún salvaje vivo; pero la negra, en pie ya, cortaba con una lanza la cuerda que ataba los pies de la niña. Un segundo después corría al muro del kraal y empezó a trepar por él, ejemplo que quiso seguir Flossie; pero la pobre niña tenía, sin duda, los pies entumecidos y no podía moverse con ligereza: dos masais corrieron hacia ella con intención de matarla.
El primero llegó en el instante en que la niña, después de un desesperado esfuerzo, caía de rodillas al suelo. Vi brillar la lanza en el aire; pero un tiro de mi rifle dejó el golpe en suspenso. Sin embargo, la amenazaba otro, y ya no tenía más cartuchos en el fusil.
Flossie, en pie, miraba al segundo masai, que avanzaba con su lanza en alto. Volví la cabeza desvanecido y creí morir de angustia: no podía soportar la idea de verla morir ante mis propios ojos, un instante después miré de nuevo, y, con sorpresa mía, vi que el salvaje vacilaba llevándose ambas manos a la cabeza. Vi una nube de humo que, al parecer, procedía de Flossie, y el hombre cayó al suelo tan largo como era.
Recordé entonces la pistola que la niña llevaba siempre, y comprendí que había disparado ambos cañones a la vez, salvando así la vida. Un instante después, haciendo un esfuerzo supremo y ayudada por su nodriza, que estaba en la barandilla del muro, logró saltar también, y comprendí que, al menos, del primer peligro estaba salvada ya.
Todo lo que acabo de referir pasó en menos tiempo del que se necesita para contarlo, pues fué cosa de quince segundos. Volví a cargar mi fusil e hice fuego de nuevo, no sobre la masa negra que se agolpaba a las entradas del kraal, sino sobre los pocos fugitivos que querían escaparse saltando por el muro, y después me fijé en lo que ocurría en el extremo del kraal.
Unos doscientos masais se habían reunido frente a la boca de entrada, cubierta por cardos y arbustos, empujados hasta allí por las lanzas de los hombres de Good. Los masais debieron creer que en vez de diez hombres había allí un ejército, y no se les ocurrió saltar el muro, sino salir por la puerta que interceptaba el ramaje.
Salió el primero dando un salto; pero, antes de que llegara al suelo del otro lado, el hacha de sir Enrique se agitó en el aire y cayó con terrible fuerza sobre la cabeza del masai, que cayó entre los espinos. Gritando y rugiendo empezaron a salir como podían, y las hachas de los nuestros daban cuenta de ellos uno a uno. Coda masai que caía estorbaba más aún la salida de los demás. Los que podían escapar de los hachazos de sir Enrique y Umslopogaas, caían bajo los del ascari y los dos indígenas de la misión; y los que aún salían ilesos de éstos, se encontraban con Mackenzie o conmigo.
La lucha se hizo más sangrienta cada vez. Algunos masais, elevándose sobre los cuerpos muertos de sus camaradas, quisieron pinchar con sus lanzas a sir Enrique o a Umslopogaas; pero, gracias, principalmente, a las cotas de malla, el resultado era siempre igual: en un instante se veía brillar un hacha, y el salvaje caía muerto a manos de Umslopogaas, si había atacado a sir Enrique, y a las de éste, si el ataque iba dirigido contra aquél.
Good y sus hombres penetraron en el kraal, y nos vimos obligados a cesar en el fuego por temor de herirlos (uno de ellos murió así). Los masais hicieron un esfuerzo desesperado, y, saltando sobre la barrera de maleza y cuerpos muertos, lograron burlar la vigilancia de Curtis, Umslopogaas y los tres negros se lanzaron al campo.
Entonces nos tocó perder a nosotros. Nos había llegado el turno, y vimos caer a nuestro pobre ascari, el que acompañaba a Curtis y Umslopogaas, armado con su hacha. Una lanza, hiriéndolo por detrás, lo dejó muerto en el acto: un momento después caían los dos indígenas que acompañaban con lanzas al ascari, y que murieron luchando como tigres. Otros de nuestra partida compartieron tan triste suerte, y llegó un momento en que creí perdida la batalla.
Grité a mis hombres que dejaran los rifles y echaran mano a las lanzas. Obedecieron, ciegos ya por la lucha, y la partida de Mackenzie hizo otro tanto siguiendo nuestro ejemplo.
Aquel movimiento tuvo un buen resultado momentáneo; pero la victoria aún estaba indecisa.
Nuestros hombres lucharon enérgicamente, matando y muriendo. Good animándolos a todos con sus gritos y metiéndose en los sitios donde era más recio el peligro, daba la señal constante para no descansar un momento. Las hachas no cesaban de golpear, y cada vez que descendían con sistemática regularidad caía un hombre.
Pronto vi que sir Enrique iba debilitándose: sangraba por una porción de heridas y respiraba con dificultad. Hasta Umslopogaas, hombre de hierro como era, parecía estar cansado.
Yo permanecí retirado y disparando sobre algún masai siempre que tenía ocasión. Mis servicios eran así más útiles. Aquella mañana disparé cincuenta y nueve cartuchos y muy pocos fueron los tiros que no dieron en el blanco.
La suerte iba volviéndose contra nosotros: habíamos quedado sólo quince o dieciséis hombres, en tanto que de los masais quedaban cincuenta. Si hubieran tenido serenidad y se hubieran agrupado, habrían terminado la lucha saliendo victoriosos; pero hicieron lo contrario, y algunos huyeron, dejando tras sí las armas.
Muchos, sin embargo, luchaban valerosamente, y esto bastaba para derrotarnos. Para colmo de males, uno de ellos, manejando un puñal, se lanzó sobre Mackenzie, cuando éste tenía el rifle descargado. El misionero empuñó su trinchante, y ambos lucharon desesperadamente, rodando por el suelo confundidos en estrecho abrazo. Ocupado en mis propios asuntos, cuidando de que no me agujerearan la piel, no supe por algún tiempo cómo había terminado aquel incidente.
El combate continuó con muchas alternativas, y ya iba siendo fatal para nosotros, cuando ocurrió un incidente afortunado. Umslopogaas, por casualidad o con intención, salió del círculo de combate luchando con un guerrero que estaba cerca de él. En el mismo momento, otro salvaje, pasando a su lado, le hundió la lanza entre los hombros empleando toda su fuerza; pero, merced a la cota de malla, el arma resbaló, y el salvaje se detuvo sorprendido ante aquel suceso, ignorando que había en el mundo corazas protectoras. Después gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-”¡Son demonios! ¡Están embrujados; están embrujados!”.
Sobrecogido por un súbito pánico, tiró la lanza y echó a correr: yo le salí al encuentro para impedirle la fuga con mis balas: Umslopogaas remató al masaI con quien luchaba, y el pánico se extendió entre los demás.
-”¡Están embrujados! ¡Están embrujados! - gritaban procurando escapar en todas direcciones, completamente desmoralizados y sin preocuparse de atacar. La mayor parte, al huir dejaban caer escudos y lanzas.
No necesito detenerme sobre la última escena de aquella terrible lucha. Fué una matanza horrenda, terrible; una guerra en que ni se pedía ni se daba cuartel. Pero hubo otro incidente que debo mencionar.
Cuando creía que todo había terminado ya, un elmoran completamente ileso salió de la pila de muertos, ligero como un antílope, y corrió al sitio donde yo estaba parado en aquel momento. Pero no se acercaba solo, porque Umslopogaas corría detrás de él con el paso menudo que le era peculiar. Cuando estaban cerca reconocí en el masai al heraldo de la noche anterior. Comprendiendo que, por mucho que corriera, su perseguidor lo alcanzaría, el masai se detuvo, volviéndose para sostener batalla.
-¡Hola! -exclamó Umslopogaas deteniéndose también y empleando un tono burlón-. ¡Tú eres el que me habló anoche, el lygonani, el heraldo, el raptor de niñas, el que se atreve a asesinar a una doncella indefensa! ¿Querías hallarte frente a frente de Umslopogaas, un induma de la tribu de los maquilisini, del pueblo de los amalazu? Pues ya ves; se te concede el deseo. ¡Yo juré deshacerte tus miembros, despedazarte con mi hacha, perro insolente, y voy a hacerlo ahora mismo!
El masai rechino loe dientes y empuñó la lanza para descargarla sobre el zulú. Umslopogaas esquivó diestramente el golpe, y, elevando a Inkosi-kaas sobre su cabeza con ambas manos, descargó su ancha hoja con tal furia sobre el cuello del masai, que casi le separó la cabeza del tronco,
-” ¡Ou!” -exclamó Umslopogaas contemplando el cuerpo de su enemigo-. ¡He cumplido mi palabra! ¡Ha sido un magnífico golpe!